Cuando en clase de oratoria nos dijeron que una técnica para controlar el miedo escénico era investigar sus efectos en el organismo —a nivel fisiológico, cognitivo y conductual—, me pareció una recomendación trivial. Hoy sé cuánto me equivocaba.
Todo cambió cuando, al preparar una conferencia, me sumergí en el tema que iba a exponer. Por casualidad, di con información sobre el miedo que confirmaba lo que nuestro profesor había mencionado. No era un consejo menor: el miedo escénico va más allá de una simple definición o de culpar a la baja autoestima. Es un proceso complejo que comienza con el conocimiento y termina en la persona.
La amígdala: el origen del miedo
Desde entonces, me apasiona entender cómo funciona. Descubre que una pequeña glándula cerebral, la amígdala, juega un papel clave. Según Justin Feinstein, investigador de la Universidad de Iowa, «la amígdala revisa constantemente la información que llega a través de los sentidos para detectar cualquier amenaza a nuestra supervivencia. Cuando identifica un peligro, desencadena una respuesta rápida en todo el cuerpo para alejarnos de él, aumentando nuestras posibilidades de sobrevivir». Fascinante, ¿verdad?
El miedo escénico no es el enemigo
Comprendí que el miedo escénico no es un adversario, como sugieren algunos libros. Al contrario, es una reacción natural que prepara al cuerpo para “huir o resistir”. Lo hace liberando sustancias químicas como adrenalina, serotonina, dopamina, oxitocina y vasopresina, no para que lo venzamos, sino para protegernos.
Cómo reaccionar mi cuerpo
Ahora valoro esos mecanismos automáticos de defensa. Cuando mi corazón tarde más rápido para enviar sangre a los músculos y al cerebro, mis pulmones aceleran la respiración para oxigenarme, mis pupilas se dilatan para mejorar mi visión, y mi sistema digestivo se ralentiza para priorizar lo esencial, me digo con calma: “Esto es el miedo escénico”. Y lo acepto como un aliado.